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Nevil Maskelyne hundió su pluma en el tintero, alisó las esquinas del folio en blanco que tenía sobre el escritorio y, con un largo suspiro de resignación que resonó por los pasillos del Real Observatorio de Greenwich, se arrancó a escribir. Si un año antes —qué año, si unos meses, si un par de semanas atrás— alguien le hubiese dicho que tendría que redactar una carta como la que ahora empezaba lo habría tomado por un lunático . Es más, probablemente y a pesar de toda su paciencia, curtida a base de noches en vela pegado al telescopio, Maskelyne se habría sacado su peluca empolvada y arremangado la levita para hacérselo saber a bastonazos. El caso es que allí estaba. Él, Astrónomo Real, responsable del observatorio de Greenwich , miembro de la Royal Society, Medalla Copley , docto y admirado y distinguido hombre de ciencia, reconociéndole a un donnadie estrafalario el que quizás fuese el mayor logro astronómico del siglo XVIII y todo un hito desde los ya lejanos tiempos de Claudio